Coincido algún lunes de los que voy a la tertulia de Carlos Herrera con Ignacio Camacho. Esto de la radio, una experiencia nueva y hasta pudorosa, para un servidor, me ha permitido conocer y departir con algunos de los grandes de una profesión, la periodística, que, sin duda, cada día es más la mía. Ignacio participa, por méritos propios, de tal distinción. Prueba de ello es el certero análisis que hizo del valor actual de las campañas electorales al inicio de esta semana:
"cada vez me da más la impresión de que las campañas van dirigidas a captar el voto de los tontos. Creo que en España hace tiempo que los partidos han renunciado a hablar para la sociedad templada, para la gente que piensa por su cuenta, para los votantes moderados, y se limitan a hacer un discurso hemipléjico, en el que las consignas sustituyen a las ideas y que está solo dirigida a mantener y movilizar el voto de quienes ya están convencidos, especialmente hablándoles a los más fanáticos, a los más forofos. Esto genera un clima de ramplonería, de mezquindad, de griterío en el que se ha renunciado por completo al ejercicio más hermoso que tiene la política, que es el ejercicio de la persuasión por la palabra."
No he parado desde entonces de cavilar sobre este compendio de lacerantes dardos que, dirigido en apariencia a la clase política, va mucho más allá y alcanza a todos los que estamos llamados a las urnas en estas elecciones.
Si el discurso de los candidatos ha aterrizado a ese nivel es porque una parte relevante de la ciudadanía responde positivamente a tales impactos de ramplonería mediática y mediocridad intelectual, incapaz como es de mantener un mínimo grado discernimiento crítico.
Este es el país en el que triunfó, bajo promesas de pleno empleo, la negación de la crisis cuando ya nos estábamos hundiendo en ella, no se olviden. Año 2008 para más señas.
A esto también nos referimos cuando hablamos de la urgencia de una reforma educativa que intente, en la medida de lo posible, primar el conocimiento universal sobre el particular, la forja del carácter y la voluntad frente a la pusilanimidad, el respecto a la autoridad del que sabe versus la exaltación de la ignorancia, la adopción de criterios ante el mero seguimiento de la masa.
La democracia se construye de abajo arriba, no lo olvidemos, y un pueblo complaciente y aborregado es fácilmente manipulable por aquellos que hace tiempo que dejaron de pensar en alguien que no fueran ellos mismos, eso sí, bajo el paraguas de la indiferencia colectiva. Cada día que pasa sin que hagamos algo al respecto, crece el número de los que van, resignadamente y sin saberlo, en silencio al matadero.
Me van a permitir que, sobre este particular, rescate una tercera de ABC publicada el pasado 16 de diciembre por José María Carrascal cuya lectura completa recomiendo encarecidamente. Versaba sobre la publicación por aquel entonces del llamado Informe Pisa.
Tras abordar el impacto que sus resultados educativos habían supuesto tanto en Estados Unidos (por la pérdida de posiciones en el escalafón, causa de un amplio revuelo intelectual) como en China (por sus excelentes calificaciones, “si necesitábamos confirmación de que el siglo que empieza va a ser el siglo de China, ahí la tenemos”), aterrizaba en España donde, señalaba, el resultado es “francamente malo, pues no se corresponde a nuestro potencial humano, económico e industrial.
A no ser que estemos también en una «burbuja educativa», es decir, que hayamos creído levantar una amplia y buena educación, y resulte que está hueca, como la inmobiliaria. Lo que nos faltaría”.
Gran concepto este de la burbuja educativa que desarrollaba en algunos párrafos de la pieza. Aquí va un pequeño extracto literal:
“se ha apostado por la cantidad, no por la calidad. Muchos alumnos, pero poco preparados. Y la educación es precisamente preparación, instrucción, capacitación. Algo para lo que se necesita, por parte del alumno, esfuerzo, y por parte de la sociedad, estímulo. Dos cualidades que se han olvidado en escuelas e institutos españoles, donde ha venido imperando el mero pasar curso, incluso con un montón de asignaturas pendientes, y acabar como se pueda, con un título, y si no se conseguía, con un diploma. Ni siquiera en nuestras familias, a diferencia de en las orientales, existe esa preocupación, sino la contraria: que el chico o chica aprueben, no que sepan la asignatura (…) En escuelas e institutos españoles no se apuesta por la excelencia, sino por la mediocridad, sin promover el nivel de exigencia y respeto a los profesores, elementos imprescindibles para una formación integral. No hace falta esperar al futuro para comprobar los resultados, los estamos ya sufriendo.”
Y acababa, precisamente, con la identificación de las intenciones y los beneficiarios de tal desbarajuste de reformas y contra reformas:
“Sobre la manipulación ciudadana. La mejor educación para la ciudadanía es la que habilita al chico o chica para entender lo que lee y oye, para estar al tanto de los últimos avances de la ciencia, en la carrera acelerada que esta lleva, y para poder desenvolverse en el mundo abstracto de los números, que es el que rige hoy por todas partes. A ese tipo de ciudadanos es difícil engañarles. Tal vez por eso no se educa a los niños españoles para ello, sino que se les «divierte» con toda clase de actividades periféricas (…) La naturaleza nos hace iguales, a hombres y países, pero la educación nos diferencia luego, más cultos o menos cultos, más ricos y más pobres. A no ser que se piense, como han creído muchos en España últimamente, que la forma más rápida de hacerse rico es la política. «Quienes descuidan la educación de sus jóvenes —decía Eurípides— condenan a muerte su futuro».”
¿Cómo lo ven? Pues eso.
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12/05/2011