Camps, el heredero imposible
@José Antonio Zarzalejos - 03/10/2009
Ayer, Alberto Ruiz Gallardón estuvo rozando el parnaso político tras liderar con enorme brillantez la candidatura olímpica de Madrid. No pudo ser y el alcalde de la capital de España, la permanente esperanza blanca del centro-derecha español, quizás deba entrar en un período de reflexión acerca de su futuro y los tiempos en los que lo acomete en el contexto de una nueva crisis de su partido que, en esta ocasión, protagonizan, en distinto grado y por distinto motivo, Francisco Camps y Mariano Rajoy. El edil madrileño, sin embargo, no debería precipitarse porque su proyección internacional ha sido importante y sus hechuras políticas se han consolidado. En la emoción de una final olímpica con Río de Janeiro, Madrid ofreció una magnifica imagen a la que contribuyó, además del alcalde, el presidente del Gobierno, la presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, un icónico Samarach y, especialmente, el Rey que alcanzó ayer en su breve parlamento ante el COI una imagen y una vibración integradoras conmovedoras. España necesitaba una ilusión y el partido de la oposición un trofeo, una referencia, una meta que uniese a sus dirigentes en este momento difícil por el que atraviesa el PP en el que Camps –una esperanza que se frustra— y Rajoy –un líder que desconcierta– forman una pareja que requiere de una interpretación política para ser entendida en sus palabras, en sus silencios, en sus presencias y en sus ausencias.
Una relación de apoyo recíproco
La relación personal entre Mariano Rajoy y Francisco Camps se ahondó en la madrugada del día 10 de marzo de 2008, a las pocas horas de la abatida despedida del derrotado presidente del PP desde el balcón de la sede del partido en la calle Génova, abrazado a su mujer. Por segunda vez el gallego perdía las elecciones generales frente a Zapatero y parecía que no iba a disponer de una tercera oportunidad. Sin embargo, antes de que Esperanza Aguirre se postulase como nueva líder del PP, secundada por una fuerte artillería mediática –El Mundo y la COPE–, garantizada la neutralidad de otros medios e inspirada por Eduardo Zaplana y sus fieles en el grupo parlamentario, en un ambiente de desencanto transversal que llegaba de Juan Costa a Gabriel Elorriaga, el presidente de la Generalidad valenciana movía ficha a favor de la continuación de Rajoy.
Desde Valencia, Camps movilizó las voluntades periféricas del partido –Alberto Núñez Feijó en Galicia, Juan Vicente Herrera en Castilla y León, Ramón Luis Valcárcel en Murcia, Javier Arenas en Andalucía…– y logró aunar propósitos para sostener a un derruido Rajoy, romper el golpe de mano encabezado por Aguirre y Zaplana, y establecer un nuevo horizonte para el PP que habría de concretarse en el Congreso de Valencia que se reuniría tres meses después. Cuando se celebró, en el mes de junio de 2008, Esperanza Aguirre había decidido no medirse con Rajoy y Eduardo Zaplana había hecho mutis por el foro, abandonando su escaño (no se sabe si también abandonó el ejercicio de intriga tan consustancial a su manera de ser y comportarse).
La operación liderada por Camps pretendía un legítimo doble objetivo: impedir el paso al núcleo duro del PP madrileño en el que estaba insertado su mayor y más constante enemigo –Eduardo Zaplana— y proyectar su propia figura, como resultado del éxito conservador en la comunidad valenciana, hacia la política nacional, al lado de Rajoy, en un plazo de tiempo razonable (las elecciones de 2012), de forma similar a como se produjo el llamamiento de José María Aznar a su predecesor en el Palau de la Generalidad, al que nombró ministro de Trabajo y Asuntos Sociales y, luego, también, portavoz del Gobierno.
Zaplana, casi plenipotenciario, encomendó a Camps –estamos en julio de 2002—que guardase su latifundio valenciano. Pero el cartagenero no había medido bien la hondura política de un Francisco Camps que en las autonómicas de 2003 logra la mayoría absoluta con 48 escaños y casi el 47% de los votos y se independiza de su antecesor con el que mantiene una pugna –zaplanistas y campistas—que termina por ganar, aunque dejando reductos afines a su adversario en la provincia de Alicante desde donde ahora le asaetean sin piedad con arqueros a las órdenes de José Joaquín Ripoll, presidente de la Diputación alicantina, en conexión directa con ex presidente valenciano, el ya reiterado Eduardo Zaplana.
Camps, imparable
Pero entonces la carrera de Camps parecía imparable: en las elecciones autonómicas de mayo de 2007, el PP incrementa su presencia en la Cortes valencianas (55 escaños, siete más que en la legislatura anterior y el 52,22% de los votos, dejando a los socialistas a una distancia casi sideral). A esas alturas, la entente entre Camps y la alcaldesa de Valencia, la carismática y arrasadora Rita Barberá, se ha convertido en una auténtica comunión política. Esas son las credenciales del presidente de la Generalidad que con su carácter afable, sus iniciativas en los más variados ámbitos, su excelente relación con el mundo empresarial y cultural, y su prestigio personal, logra un respeto generalizado.
Los poderes del inquilino de la Generalidad no paran ahí: el 9 de marzo de 2008, en los comicios generales que finalmente perdería Mariano Rajoy, el comportamiento de la comunidad valenciana es excepcional para los intereses del PP. El partido obtiene allí nada menos que 19 diputados (más de lo que aportan al PP comunidades como Madrid, Castilla y León o Galicia). Los populares valencianos alcanzan en las legislativas el 51,72% de los votos (casi millón y medio) y baten a los socialistas en toda línea, dejando al PSOE –con María Teresa Fernández de la Vega en la candidatura— en un lejano 40,83% que aporta sólo 14 escaños al Congreso de los Diputados. Todo este potencial es el que legitima a Camps para sostener, con los demás barones, a Mariano Rajoy; el que le granjea la celebración del Congreso del partido en la ciudad del Turia y el que, en fin, hace que sea la capital levantina el escenario de las grandes concentraciones populares. Y Rajoy lo agradece de manera extrañamente expresiva.
Las victoria, el 1 de marzo de este año, del PP en Galicia, recuperando la mayoría absoluta, y el aguante de los populares vascos, cuyos 13 escaños resultan estratégicos, consolidan a Rajoy que gana también las europeas del pasado 7 de junio exportando a un conspirador Jaime Mayor entregado a la buena estrella del político de Pontevedra. Mientras, en Madrid, Esteban González Pons, uno de los políticos valencianos más brillantes y versátiles, oficia en la nueva ejecutiva popular –vicesecretario de comunicación– a modo de precursor del futuro desembarco de Francisco Camps en la política nacional. Sucesores en la Generalidad no le faltarían: desde, entonces, un Vicente Rambla en alza, hasta un fidelísimo y eficaz Gerardo Camps, ambos arropados por unos equipos técnicos bien preparados.
El “caso Gürtel” rompe la estrategia
Todo este planteamiento lo rompe el caso Gürtel. Camps –que comete graves errores de planteamiento— supera el llamado caso de los trajes, aunque queda seriamente lesionado. Rajoy, leal, le devuelve el favor y la amistad. Pero el segundo envite –que en Génova se sabe iba a producirse ya en agosto— provoca un impacto tan fuerte que el presidente de la Generalidad no puede absorber. Si antes se trataba de un posible cohecho impropio –un mero aunque poco estético regalo–, ahora se plantea por la Policía una presunta financiación ilegal del partido en Valencia. En la picota, Rambla, su vicepresidente, que en la primera crisis defraudó las expectativas de Camps, y Ricardo Costa, secretario general de la organización, ambos directamente concernidos por prácticas, que de ser ciertas y acreditarse judicialmente, recordarían al llamado caso Filesa.
No obstante, las primeras tarascadas de la segunda parte del caso Gürtel –las derivadas del informe policial acusatorio de graves irregularidades financieras en el PP— se lidiaron en Valencia y en Madrid con esa facilidad con la que últimamente el PP despacha los asuntos antipáticos: se trata de un “montaje”, una forma de nueva conspiración contra la oposición orquestada por Rubalcaba, la Fiscalía General del Estado y algunos sectores policiales. Pero el argumentario de rutina se viene abajo cuando ya no es sólo el diario El País el que da publicidad al informe policial y a conversaciones indiciariamente delictivas, sino cuando también El Mundo se suma a la denuncia de posibles delitos de financiación ilegal y blanqueo de dinero con afirmaciones editoriales de enorme calibre (El problema de Camps es tremendo 29.09.09). Al tiempo, en Madrid, los imputados en el asunto Gürtel son ya 64 y sigue en el juzgado la instrucción por la causa de presuntos espionajes del Gobierno de Aguirre a Alfredo Prada, ex vicepresidente de la Comunidad de Madrid, y Manuel Cobo, vicealcalde de la capital.
No es posible eludir por más tiempo enfrentarse a la cruda realidad. Lo hace Dolores de Cospedal que reclama a Camps medidas “contundentes”, mientras Rajoy, esta vez, calla y deja –como tantas otras —que el tiempo y los movimientos de unos y de otros solventen la situación y le liberen de cualquier toma de decisión precipitada. El gallego, además, observa cómo la desgracia de su gran valedor provoca movimientos de insolencia interna: Aguirre vuelve a lanzar la candidatura de su vicepresidente, Ignacio González, a la presidencia de Caja Madrid sin consulta alguna con el presidente de su partido (ayer, se paralizó judicialmente el proceso electoral que pretendía relevar a Blesa); Núñez Feijó, desde Galicia, reprende a la secretaria general del PP por entrometerse en la vida interna de las organizaciones autonómicas y hasta Antonio Basagoiti, en un asunto tan complejo como es el de apoyar o no el blindaje que el PNV pide para el Concierto Económico, desafía a la dirección del PP con destempladas declaraciones.
El caso Gürtel ha roto la operación sucesoria en el PP; ha lesionado de gravedad a un político como Francisco Camps poniendo al partido en la Comunidad Valenciana bajo sospecha; tiene a la organización afectada seriamente en Madrid y, como consecuencia de una parálisis decisora propia de Rajoy (veremos si es o no acertada) y de unos argumentos exculpatorios inconsistentes (el “montaje”, la “persecución”), el primer partido de la oposición entra en una crisis cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero se encuentra en su peor momento y el país reclama una alternativa sólida para el futuro inmediato. El asunto en su conjunto, no puede ser más desgraciado; la necesidad de que el PP, aquí y en todas partes, reaccione con viveza y rapidez, resulta urgente y la revalidación del liderazgo de Rajoy vuelve a ser imprescindible. Su silencio, ahora, no será ni un mensaje, ni una forma de conducir el partido, ni siquiera una “gallegada”. Será simplemente silencio que muchos esperan rompa después de esas cinco horas de conversación en el Parador Nacional de Alarcón (Cuenca) el pasado miércoles con el que pudo ser, además de su gran valedor en la carrera hacia la Moncloa, su sucesor al frente del PP, su delfí