La democracia, el poder ciudadano
Acostumbramos a ver y oír en los diferentes medios de comunicación a los líderes de los distintos partidos hablar de democracia y mecánicamente, como quien oye llover, aceptamos que son ellos quienes deben manejar el lenguaje político, y lo hacen sin otra pretensión que ejercitar el hablar por hablar sin decir nada consistente.
Como el conejo que sale de la chistera, la democracia, sus principios y valores salen a relucir cuando conviene por cálculo electoral, como arenga para convencidos, o simplemente sirve de arma arrojadiza para desgastar al adversario dispuesto a responder a la ofensa con otra provocación de mayor calado y menor altura dialéctica. Los principios democráticos quedan así secuestrados, caen en manos de las maquinarias de partido y entre sus resortes se disuelven sin que los ciudadanos sepamos muy bien dónde ha estado el truco. Nos convertimos, tal vez conscientemente, en público de un número de prestidigitación cada vez más aburrido.
Los grandes partidos políticos han hecho de la democracia coto privado. A él sólo podemos acceder cada cita electoral para depositar nuestro voto y contemplar con asombro el uso que se hace de la soberanía popular. Lejos de llevar a la acción política problemas de fondo que afectan a las democracias occidentales en general, y a la española en particular, las formaciones al uso parecen estar más preocupadas por el reparto de poder interno, fomentando así el arribismo y las ansias de muchos para engrosar las filas de todos esos elegidos que vivirán durante unos años, mejor que meses, del erario público sin otro mérito que el de acatar lo que manden «los de arriba» sea o no de utilidad para el interés general.
Tenemos un problema. La partitocracia se ha instalado en el sistema y los jerarcas de la oligarquía política se han hecho con la situación. Fuera de este estado de cosas no cabe la alternativa, más allá del PP o el PSOE y sus alianzas con la depredación nacionalista, el ciudadano no encontrará otra cosa que frío y desolación. No podrá hacer más que predicar en el desierto de los desencantados con voto pero sin voz. ¿Resignarse? No parece que ésa sea la actitud de muchos que han dado un paso al frente para reclamar, a la vista del grado de saturación alcanzado, que otra forma de hacer política es posible.
Convertir el voto en algo verdaderamente útil para cambiar lo que no les gusta les hace partícipes del juego democrático. Son conscientes de su valor por el mero hecho de ser ciudadanos, sin distinción de religión, sexo o nivel de renta, y como miembros que son de la comunidad política, haciendo gala de su condición han decidido pasar a la acción saltando al terreno de juego, allí donde se toman las decisiones que nos afectan a todos. Alguien, temeroso sin duda de la nueva situación que se le abre bajo sus pies, puede reprocharles que quieran jugar a la política haciendo de políticos como los políticos. Nada más alejado de una realidad que impone día tras día el conformismo en la actitud y el tedio en la manera de encarar los acontecimientos. Una frase célebre, atribuida a Cicerón, dice que en las horas de peligro es cuando la patria conoce el quilate de sus hijos. Sustituyendo patria por España sin más, para no herir sensibilidades, la frase pronunciada en tiempos de la Antigua Roma cobra vigencia hoy sin tanto dramatismo pero cuando el nivel político existente deja bastante que desear, y rescata a los hijos de una ciudadanía huérfana de compromisos políticos firmes que encaren la realidad como es y no como nos gustaría que fuera.
En la arena política quieren batirse sin más armas que el sentido común y sin más argumentos que los que dicta el menos común de los sentidos. Propuestas como regeneración democrática, reforma de la ley electoral, el laicismo del Estado o contar con una educación pública de calidad donde los resultados se miden en función del esfuerzo no parecen tener el sonido de las ocurrencias a las que tan acostumbrados estamos sino más bien el de una mar tendida que rompe con estrépito para derribar la farsa de la que nos quieren hacer partícipes. A ellos, ciudadanos activos en distintas organizaciones, entidades de todo tipo y algún partido político de reciente creación, pongo por caso UPyD, deberíamos estar agradecidos aunque sólo sea por ponerle cara a tanto hartazgo.
Superadas las dificultades, después de una transición modélica y veintitantos años de vida democrática, muchos piensan que ha llegado el momento de poner a punto ciertos resortes de la convivencia común que se han ido de madre. Y yo creo que con buen criterio.
Jorge J. Gutiérrez Uría es miembro de Unión Progreso y Democracia (UPyD) .