El desconcierto de las encuestas
José Luis González Quirós* - 20/02/2008
Por pequeño que sea nuestro conocimiento de la historia, todos podemos recordar con cierta facilidad episodios de mudanza radical en los afectos y los odios del público. Es casi un tópico decir que los electores son tornadizos y que no es nada fácil predecir un resultado cualquiera. No se trata de que nuestras empresas de demoscopia sean malas, como en ocasiones nos sentimos tentados a pensar. Las americanas deben ser de las mejores y todavía colea el batacazo que se dieron al vaticinar unánimemente la victoria de Kerry contra Bush, que, finalmente, ganó de forma abrumadora en las presidenciales de hace cuatro años.
Ahora estamos en España en una de esas situaciones que se definen como empate técnico. Las diferencias entre los dos grandes partidos no permiten ninguna proyección fiable ni de votos ni, menos aún, de escaños. Con estos datos, lo más sensato es decir quién sabe, pero, con toda modestia, creo que el pescado está vendido y que ZP está esperando, seguramente en vano, que se produzca un milagro. La opinión pública tiene diversos estratos, y el más mudable es también el más superficial. Por debajo hay otras capas de ideas que derivan de muchos elementos que son más reacios al cambio y que, en cualquier caso, se mueven de manera bastante más lenta. Son capas de sentimiento y de ideas menos obvias pero más sólidas, que sólo afloran en momentos de crisis.
Cuando conozcamos el resultado del 9 de marzo, podremos ver si el período de gobierno del PP fue un paréntesis breve en un largo predomino socialista o si, por el contrario, el avance de fondo de las posiciones liberales es más serio de lo que muchos piensan. Si ZP pierde las elecciones se deberá, sin duda, a sus acrisolados méritos, a su sectarismo disfrazado de bonhomía, a su malbaratamiento del legado de una izquierda razonable. Pero si su derrota se consuma, se deberá también a que el cambio en la distribución de fuerzas que se hizo visible en 1996 es más sólido de lo que parece a primera vista. Las victorias del PP variaron sustancialmente la continuidad de los mapas electorales desde la República. Fueron, por tanto, la muestra de un cambio de fondo, que podría resultar definitivo en una ocasión como la presente.
Zapatero ha tendido a confundir sistemáticamente la realidad con su caricatura, y ha pensado que los españoles son un pueblo como la cera, maduro para modularlo a su antojo, para convertirlo en un reflejo de sus fobias y de sus complejos. Aparentemente, la cosa parece ser así. Ninguna de las reformas de hondo calado moral que ha emprendido ha propiciado un levantamiento indignado de los españoles. Ha habido, desde luego, muchas protestas, pero ha habido también mucha conformidad aparente.
Ha pasado lo mismo con las reformas territoriales que ha llevado a cabo, más que nada, para atender el pago de intereses políticos inmediatos. Pero sería un error pensar que los españoles son indiferentes a esa clase de cosas. El líder del PSOE ha sembrado un cainismo entre españoles que no puede gustar a nadie. Que se haya convertido en costumbre que ciertos energúmenos impidan hablar a Rosa Díez, a María San Gil o a Dolors Nadal, no es directamente responsabilidad de Zapatero, pero algo tendrá que ver con la idea de que el éxito definitivo consiste en sacar al PP del mapa, en que hay que trazar un cordón sanitario para aislarle de esa gente necia, ignorante y malvada que vota a la derecha. ¿Gusta esto a los españoles? No lo creo.
Es posible que algunas de las cosas que se han dicho contra la política territorial de Zapatero hayan sido exageradas, pero parece difícil creer que la mayoría de los españoles, un pico cercano al 90%, esté encantado de su apoyo a los kosovares españoles. La economía esté en una situación que tampoco conviene al candidato socialista. Puede que abunden todavía los españoles que creen que el Gobierno es un padrino generoso, y que todo lo bueno que pasa aquí se lo debemos a Zapatero, como hace cuarenta años se decía que se lo debíamos a Franco, pero me temo que, a Dios gracias, esos españoles están un poco fuera de onda y que ahora la gente sabe que es mejor que el Gobierno sea menos dadivoso a cambio de que meta menos la mano en nuestra cartera. No le va a ayudar tampoco ni su idea de lo que vale un cafelito, ni el discurso de Solbes sobre las propinas, ni el empeño navideño en que comiéramos conejo.
Lo que parece evidente es que después del día 9 sabremos si los españoles despiertan del antiaznarismo que aupó a Zapatero, o si se empeñan en creer que cuatro años son poco tiempo para hacer realidad los deseos infinitos de paz, la alianza de civilizaciones y la maravillosa pluralidad de una nueva patria en la que todos nos amemos más tiernamente que ayer pero menos que mañana, aunque eso no se traduzca en otra cosa que en desaparecer del mapa, o en estupendos privilegios para los mejores amigos del presidente del Gobierno de España, como ahora repite a todas horas la tele.
*José Luis González Quirós es analista político y escritor.