Antonio Bernabéu - 18/03/2008
La deformidad democrática, siendo de poco bulto, no puede prescindir de esas asimetrías que requieren un sastre con la habilidad suficiente para coserle un traje al célebre Quasimodo. Casi veinticinco millones de súbditos españoles han sido persuadidos, no digo convencidos, para votar en un sentido u otro el pasado día 9 de marzo. Hasta aquí los recuentos de la democracia aritmética, que no dan la medida de las calidades políticas.
Porque, seguidamente, surgen deformaciones de las que citaré unas cuantas; la Ley Electoral que ha hundido sin remedio, y de manera injusta, a partidos como el de Izquierda Unida, con independencia absoluta de la capacidad autofágica de dicha formación; el voto, tanto más clamoroso cuanto más corrupto o presunto es su cosechador, de algunos municipios con el síndrome de Estocolmo; el discurso de una España plural que no se visualiza donde tiene que hacerlo, en un Senado representativo y vivaz. Y, así, hasta que el aburrimiento nos rinda.
No queda, pues, otra opción que cortar y pegar este traje con puntadas de hilván que dará Zapatero atento al descosido que promete Rajoy. Son casi previsibles la hechura y los patrones. El PSOE se complace en su triunfo, a pesar de la insuficiente movilización en sus filas y de que sus ministros apenas aportaron escaños. No parece entender el mensaje que le mandan las cifras. Porque el magro incremento de 40.000 votos, que va del 2004 a las últimas elecciones, anuncia un desencanto. Porque, si contemplamos que el censo, por sí sólo, crece vegetativamente, que Izquierda Unida, la Chunta y ERC se han desangrado vertiendo el voto útil en campo socialista, la fidelidad de sus propias legiones nos viene a resultar decepcionante y pírrica.
Zapatero, valedor de las libertades civiles para importantes colectivos sociales, demonio rompedor de la unidad de España según la oposición, referencia importante para la socialdemocracia europea, por el momento escasa, pálida y demacrada, es, en definitiva, un político que se esfuerza por parecer de izquierdas con el mínimo coste, según ha señalado el profesor Saviski, de la Universidad de Lille. Y, por más que se exprima su imagen, no produce otro zumo que el sociolimón sin azúcar que inventó Tony Blair.
La cosa no es terrible, pero sí insuficiente sobre todo cuando estamos en puertas, o en la misma cocina, de una profunda crisis. Y esta no se puede afrontar con aumentos ligeros en el gasto social ni con la profesionalidad deficiente de un Gobierno que se ha nutrido, en parte, con esas cuotas, un tanto aleatorias, de los territorios políticos. Porque, para que las cosas funcionen han de prevalecer las luces sobre las lealtades.
Por su parte, el PP ha dado un estirón de 300.000 votos a nivel nacional. Su problema es que constituye un partido con dos velocidades y, lo que resulta peor, es que las dos actúan en dirección contraria; una hacia el centro y a la moderación, territorio donde puede competir con el PSOE; otra, hacia la dureza imposible de los tiempos pasados, y esta genera miedo. Porque el miedo no lo inventa Pepiño si se lo dan servido unos periodistas que escriben con el trabuco puesto encima de la mesa.
Esta situación ha llevado al PP a practicar estrategias confusas, de movido vaivén y de resultados inciertos, que le acercan pero no le dan el poder. Rajoy tendrá que resolver el dilema o, al menos, atenuarlo. Porque, en el seno de la casa de Génova siempre están los delfines a punto de saltar del acuario. Y la tarea le será complicada, ya que, como sospechaba Chirac, en la campaña del 88, la forma más sutil que adopta la traición en política son las adhesiones fervientes.