MIENTRAS TANTO, Carlos Sánchez
Leviatán en Moncloa
Carlos Sánchez - 06/06/2010
Cuando Thomas Hobbes publicó su Leviatán (1651), Inglaterra aún vivía conmocionada por la crueldad de sus dos guerras civiles. El filósofo se inspiró en aquella tragedia para dibujar el contorno del Estado absolutista, a caballo entre el medioevo y la Edad Moderna. El soberano, sostenía, puede ser despótico, pero el peor de los despotismos es mejor que la anarquía. El absolutismo de Hobbes se basa en la existencia de un convenio firmado entre la mayoría de los ciudadanos y el poder gobernante. Algo parecido a lo que hoy llamaríamos proceso electoral.
Hobbes, sin embargo, matiza esta idea. Y por eso no es un filósofo democrático como lo fueron Locke o Rousseau. O, por supuesto,Montesquieu. En su opinión, una vez que ese convenio se ha firmado a los súbditos sólo les queda obedecer. Cumplir las órdenes. El poder político se presenta de esta manera -da igual que sea república o monarquía- como un aparato de gobierno unitario distinto del leviatán bíblico, una especie de monstruo con forma de serpiente. El leviatán de Hobbes debe guiarse por el principio de la autoridad. “Los convenios, sin la espada, son sólo palabras”, decía el pensador británico.
Esta idea de Hobbes es la que parece haber inspirado a Zapatero desde que llegó a la Moncloa. Obsesionado por el poder en términos absolutos -como en el Leviatán de Hobbes- ha acabado por despreciar todos los poderes del Estado. Alguien que lo conoce bien y que escribió en su día un libro sobre su figura, recordaba hace tiempo -y tras entrevistarlo en la Moncloa- la impresión que le causó su obsesión por el Boletín Oficial del Estado. ‘Ahí está el poder’le decía sin rubor alguno. Una especie de remedo de la célebre frase deAlfonso Guerra.
Y así se jodió España, que diría el castizo. Un país donde los poderes del Estado se han diluido hasta concentrarse prácticamente en la figura de un presidente que gobierna a golpe de decreto tutelado por los mercados.
El decreto es una figura jurídica que la Constitución limita a casos de extraordinaria y urgente necesidad, pero se ha convertido en la sal que ilumina la vida política. Se congelan las pensiones por decreto, se rebaja el sueldo de los empleados públicos por decreto, y hasta se pretende ahora regular las relaciones laborales por decreto, como si las dificultades de financiación del Estado o las deficiencias del mercado de trabajo fueran un problema sobrevenido imposible de prever. Dos años después de iniciada la crisis, el Gobierno decide actuar. Pero por decreto.
El líder del PSOE también gobierna su partido por decreto. Y por decreto la bancada socialista en el Congreso ha acabado por convertirse en un dócil grupo formado por simples súbditos incapaces de tener un discurso propio. Hobbes triunfa 350 años después. La historia vuelve a repetirse. Primero como tragedia y después como farsa, en palabras de Marx. Lo mismo le sucedió a Aznar en su lamentable segunda legislatura. Los diputados del PP aceptaron sin rechistar la invasión de Irak y cavaron su propia tumba. Llevan seis años en la oposición y no está claro que vayan a recuperar el poder de forma inmediata.
Nadie en el PSOE ha osado cuestionar en público -no así en privado- el mayor recorte social de la democracia. Nadie en el PSOE protesta porque España sea hoy la única gran nación desarrollada que no crecerá en 2010. Nadie mueve un solo músculo porque este país vaya a convivir con más de cuatro millones de parados hasta 2013. Y hasta los alcaldes socialistas -cornudos y apaleados- se arrodillan al paso del palio del presidente. Aceptan sin rechistar una medida de corte absolutista como es la prohibición de acudir al crédito bancario para financiarse. Por cierto, manifiestamente inconstitucional toda que atenta contra la autonomía local. Y a la cabeza de ellos ese personaje de opereta que es el primer edil de Getafe, Pedro Castro.
El PSOE, de esta manera, aparece así como un partido formalmente unido que acepta sin rechistar los cambios tácticos del presidente, empeñado ahora en aparecer ante la opinión pública como el paradigma del rigor económico. Y que establece su política de prioridades al calor del oportunismo político y con la ideología como simple coartada. Pero en realidad estamos ante una especie de Nerón que una noche decide incendiar Roma y a la mañana siguiente hace votos por su pronta reconstrucción. Un comportamiento arbitrario ajeno a la esencia de la democracia. El poder político si no se comparte es absolutista. Como diría Solchaga, ministros convertidos en simple subsecretarios. Correveidiles del poder.
Sacrificios baldíos
La estrategia de Zapatero tendría algún sentido si al menos sirviera para algo. Pero como ha quedado demostrado tras las reformas laborales de 1994 y 2002, cambios como los del mercado de trabajo sólo pueden triunfar si se hacen por consenso. El mercado laboral es un microcosmos demasiado complejo para pensar que un simple decreto ley puede cambiar el estado de las cosas. Y la economía es algo demasiado serio para dejarla en manos de un solo individuo. Sin reformas económicas los recortes son sólo cataplasmas. Sin cambios legislativos el sacrificio de hoy habrá sido inútil. Habrá nuevos recortes. Y lo que es todavía peor. Enfriará la incipiente recuperación de los principales indicadores macroeconómicos.
También lo dijo Hobbes. Los hombres no pueden cooperar como las hormigas o las abejas. Las abejas de una colmena no compiten, no tienen ningún deseo de gloria y no emplean la razón para criticar al Gobierno. Su acuerdo es natural, pero el de los hombres sólo puede ser artificial, hecho por convenio. Y Zapatero sólo parece confiar en el derecho natural. Hasta el Pacto de Toledo -un acuerdo de todos los grupos parlamentarios- ha saltado por los aires dinamitado por el líder.
Gobernar por decreto sólo lleva a alargar un poco más la agonía de un país que no se merece esto, que diría Rubalcaba. La crisis ha dejado de ser económica y ahora es política. Falla la Constitución, que ni siquiera recoge el nombre de las comunidades autónomas. Falla un modelo de Estado pensado en un momento histórico en que España soñaba con entrar en la Unión Europea y que ha cedido buena parte de su soberanía a Bruselas. Falla el parlamento, incapaz de tener autonomía respecto del poder Ejecutivo. Falla un sistema institucional en el que los órganos reguladores son un simple apéndice del poder político. Y falla un sistema de representación social que no da más de sí. Y ahí está el triste episodio de la reforma laboral para demostrarlo.