Sobre liberalismo, mercado y caraduras varios
@Jesús Cacho - 05/10/2008
Hace 15 días vinieron a ofrecerle una finca de caza mayor por la que lleva años suspirando. ¡Cómo le encanta esa finca! Son apenas 4 millones de euros, una cifra que meses atrás le hubiera parecido irrisoria, los gastos del yate amarrado en Marbella, casi una propina para el hombre que pasa por ser una de las mayores fortunas de Andalucía. Es verdad que “La Virgen”, su finca en Jaén, es una de las más bonitas al sur de Despeñaperros, pero esa otra tiene algo especial. Mil veces ha intentado comprarla, y otras tantas ha fracasado. Ahora han venido a ponérsela en bandeja. Y ha dicho no. “No estoy para comprar nada, sino para poner orden en lo que tengo. Creo que voy a poder salir adelante, pero será muy difícil”. El granaíno Nicolás Osuna, dueño de la inmobiliaria del mismo nombre, entre otros negocios, salió del Consejo de Iberdrola por la puerta de servicio el 1 de agosto, al parecer después de que la banca que financiaba su 1,26% en la eléctrica comenzara a ejecutarle, y ahora pierde una fortuna en Sovereign Bank, donde invirtió cientos de millones de euros (el 2%) de la mano deEmilio Botín. Hace unos meses los bancos le hacían la ola; hoy los banqueros aporrean con saña su puerta, pidiendo la devolución de los créditos.
Es probable que Osuna logre salir adelante si, olvidándose de los delirios de la economía financiera, vuelve a hincar raíces en esa economía real de la que nunca debió salir, pero eso es algo que difícilmente conseguirán los cientos de miles de españoles que han perdido su empleo en lo que va de año. Los datos conocidos esta semana sobre el mercado laboral en septiembre son terroríficos. Un país que en nueve meses ve aumentar su cifra de parados en un 30% es ciertamente un país que se encuentra ante una auténtica emergencia nacional, razón más que suficiente para movilizar todos los recursos disponibles por parte de su Gobierno, agentes sociales y sociedad civil en procura de alguna solución de urgencia. Aquí, sin embargo, nadie se mueve. Susto de puertas adentro. Y miedo, sí, entre millones de españoles preocupados por la suerte de su empleo y ahorros, entre el silencio impenetrable de quienes deberían insuflar algo de confianza. Contra tranquilidad, estulticia. Todavía esta semana el presidente del Gobierno presumía de haber superado a Italia en renta per capìta. Zapatero está feliz porque el cáncer español es mucho mayor que el italiano, dónde va a parar.
Somos al menos un 30% menos ricos (nuestras empresas, nuestras acciones, nuestros pisos) de lo que creíamos meses atrás, y además no sabemos cómo vamos a poder crecer en el futuro para seguir manteniendo nuestro brillante estatus de nuevos ricos pretenciosos y horteras. Pero, eso sí, sabemos quién es el culpable de nuestros males: ¡el maldito imperio americano, acabáramos! Con esa duda resuelta, ya podemos tumbarnos a la bartola. La progresía patria lleva días sin apearse del púlpito repartiendo encendidos sermones contra la intrínseca maldad del mercado. Liberalismo y mercado, mercado y liberalismo, tanto monta. He ahí la clave de nuestras desdichas. Y en las pantallas de televisión aparecen señores bien alimentados y mejor trajeados, con pinta de no haber pegado palo al agua en su vida, que despotrican contra ese capitalismo que lleva 30 años permitiéndoles ir a comer a Jockey todos los días con la Visa oro de la empresa.
En la hoguera del liberalismo arde hoy el ramillete de golfos que, desde sus sillones de Chairman and Chief Executive Officer han contaminado el mercado con productos basura para poder cobrar, bajo la mirada cómplice de la Reserva Federal y demás controladores -¿quién vigila al vigilante?-, sus multimillonarios bonus. El Nobel de economía George J.Stigler (Placeres y Dolores del Capitalismo Moderno) afirma taxativo que “empresarios y ejecutivos integran la clase de elite de cualquier sociedad moderna, y su poder es tal que resulta imposible creer que haya podido darse una intervención pública tan amplia en la economía sin su consentimiento y, más aún, sin su complicidad. La comunidad empresarial obtiene hoy más favores públicos que los que nunca recibió en el pasado, de modo que los economistas se enfrentan a un problema embarazoso cuando intentan defender una sociedad más libre y más liberal: empresarios y ejecutivos no desean liberarse de la intervención pública. Dicho lo cual, el capitalismo moderno sigue siendo una institución viable, aunque podría ser más eficiente”.
Liberalismo en la hoguera
Sacar ventaja del poder político. Domeñarlo. Aquí hubo un banquero, muy celebrado por los Gobiernos de uno y otro signo, que se hizo de golpe con otro gran banco, en realidad con dos, a base de atizar a sus dos primeros ejecutivos 56 y 108 millones de euros, algo así como 27.000 millones de las antiguas pesetas, y fueron contados los españoles que mostraron alguna señal de escándalo. Con los CEO de marras, caraduras y trincones, arden hoy en la hoguera de la incuria intelectual de tantos españoles los teóricos del liberalismo clásico, hombres que jamás defendieron el laissez passer del Estado en caso de riesgo real de desplome del sistema de pagos. Y es que el debate básico no debería estar centrado en la intervención del Estado, sino en su efectividad. Ahí es donde surgen las diferencias entre los teóricos del liberalismo, al margen, claro está, de las posiciones más radicales de una minoría.
Digámoslo de una vez: la corriente central del liberalismo económico clásico ha teorizado hasta la saciedad sobre la necesidad de que los bancos centrales, como prestamistas finales, se muevan con rapidez inyectando la liquidez necesaria para evitar que una oleada de pánico pueda llevarse por delante al sistema financiero. Ya a principios del XIX, Henry Thornton, al estudiar los excesos de la demanda de crédito e inversión causados por un tipo de interés artificialmente bajo, explicó que la banca central debía ofrecer liquidez ilimitada a las instituciones con dificultades, aunque con un tipo de interés más alto que el del mercado y con el respaldo de sólidas garantías como colaterales. Así se manifestó, ya avanzado el siglo XIX, el también británico Walter Bagehot, uno de los primeros economistas en tratar el concepto del ciclo y la teoría de los bancos centrales.
En esta misma línea, la Escuela de Chicago, dentro de su santo pavor al keynesianismo, apostó por una enérgica actuación de la autoridad monetaria para evitar el hundimiento del sistema financiero. Milton Friedmany Anna Schwartz, en su clásica Historia Monetaria de los EE.UU., documentan de forma exhaustiva que la Gran Depresión se debió en buena parte a la fuerte reducción de la oferta de dinero en momentos en que se requería justamente lo contrario. Ambos se declararon partidarios de la necesidad de intervención de los bancos centrales inyectando liquidez al sistema en caso de crisis económica o financiera provocada por la contracción de la masa monetaria y del crédito, con el consiguiente riesgo de pánico bancario susceptible de destruir el mecanismo de pagos. La frase con que Friedman y Schwartz titulan la última parte del capítulo dedicado a los sucesos de los años treinta no puede ser más reveladora: “¿Por qué fue tan inepta la política monetaria?”.
La Escuela Austriaca de Economía, representada por Hayek y Robbins, mantiene una posición similar a la hora de articular su teoría sobre el ciclo económico. El estudio de Friedrich Von Hayek debería convertirse hoy en una especie de Educación Económica para la Ciudadanía sorprendida y atemorizada por lo que se nos viene encima. Nunca la Escuela Austriaca estuvo tan de moda. Hayek sostiene (Monetary theory and the trade cycle) que la expansión de la masa monetaria y el crédito se traduce en una distorsión de los precios relativos, lo que a su vez conduce a una ineficiente asignación de recursos. El discípulo de Mises demuestra que esta inadecuada asignación de recursos, que responde a falsos estímulos, no puede mantenerse indefinidamente a menos que prosiga esa expansión monetaria, y aún así lo único que se lograría es postergar el problema, no solucionarlo. Al final, la creación de dinero, defendida por Keynes, lleva en su seno el germen de una recesión futura, e incluso la destrucción del sistema monetario en caso de mantenimiento artificial del boom. Unas ideas que parecen escritas para la España de la burbuja inmobiliaria.
El propio Ludwig von Mises no dudó en mostrarse partidario de la intervención estatal cuando la crisis de los años veinte y primeros treinta del siglo XX puso al borde de la bancarrota el sistema bancario austriaco. En el ámbito del pensamiento económico liberal, sólo la rama más radical de sus discípulos, caso de Rothbard oReisman, se opuso a cualquier clase de intervención de los poderes públicos para evitar la amenaza de quiebra del mecanismo de pagos.
¿Hasta dónde puede aguantar España?
Pero más que discutir sobre los culpables de lo ocurrido, tal vez sería más interesante –además de meter en la cárcel a quienes que se han enriquecido a costa del monumental desbarajuste en curso- preguntarse por las medidas a adoptar para evitar la repetición de crisis como la actual. Y si en el medio plazo la solución apunta a la necesidad de someter la política monetaria a reglas estrictas, a corto plazo las cosas están menos claras: ¿dejar a las fuerzas del mercado purgar el sistema, o asumir una intervención masiva del sistema financiero, de facto la nacionalización temporal de las entidades insolventes, para dar paso a la posterior reprivatización tras el obligado saneamiento? Esta es la tesis defendida por economistas liberales como el profesor Charles Calomiris, de Columbia, que parece más limpia que la iniciativa puesta en marcha por Paulson.