Aunque pudiera alumbrarse la ilusión de que, tras el evento electoral, se ha abierto un tiempo nuevo, lo cierto es que los mismos problemas políticos que fueron amontonándose en los meses finales de la anterior legislatura, emergen ahora con ímpetu creciente. Entre ellos, sin duda, el que ha hecho gravitar durante largísimo tiempo la vida constitucional del país y su progresivo deterioro institucional: el problema de los nacionalismos. En efecto, parece que la apelación al demiurgo terrero, al alma silente de las naciones malogradas, ha tenido un rendimiento electoral suficiente como para avalar la impregnación nacionalista de los partidos mayoritarios. Y así, mientras entre los socialistas se reparten las rentas del poder alcanzado por ese medio, entre los populares se debate la conveniencia de converger hacia un discurso infiltrado de tales localismos que hacen estremecer los valores hasta ahora defendidos. Y, mientras tanto, la rueda gira. Los nacionalismos periféricos van apretando los resortes de su influencia con demandas maximalistas que para nada perjudican su vieja táctica de ocupación del poder por medio del vaciamiento del Estado. Así, hemos visto a los moderados de Convergencia y Unión reclamar la independencia para Cataluña mientras se afanan, con el gobierno de la Generalidad, en poner las bases de una nueva forma de financiación para su Comunidad Autónoma —en lo esencial inspirada en el logro del privilegio vasco y navarro— o en adquirir gratuitamente las fincas del Ministerio de Defensa en Barcelona o en lograr la cesión de los aeropuertos de la región. Por su parte, el nacionalismo vasco se apresura a recoger la cosecha del terrorismo exigiendo el provecho de la frustrada negociación de Rodríguez Zapatero con ETA mediante la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, a la vez que progresa en su intento de hacerse con una institución financiera remedo del banco central con el que, en su día, pretenderá integrarse en la Unión Monetaria Europea, o trata de blindar su singular sistema fiscal mediante la sujeción de todas las decisiones normativas que le atañen a una jurisdicción de excepción sorprendentemente ubicada en el Tribunal Constitucional. A su vez, los nacionalistas canarios se reconocen herederos del viejo independentismo y, con Paulino Rivero a la cabeza, no tienen reparo en exigir un Estado libre asociado con España, esta vez con el beneplácito de los dirigentes populares que comparten con ellos el gobierno regional, y paralelamente pretender una mayor protección para el plátano o los tomates. La rueda gira impulsada por la inequívoca voluntad de transformación del sistema político que inspira al partido socialista. Ideológicamente infiltrado por el nacionalismo y satisfactoriamente retribuido de votos, nada parece oponerse a su proyecto. Sólo estorban los excesos de Ibarretxe; y de ahí que se proclame que desde sus filas no van a tolerarse las aventuras a la vez que se muestra una predisposición sin reservas al avance del autogobierno regional, incluso allí donde ya no queda nada que añadir, salvo que se hagan saltar los puntales de la arquitectura constitucional. Y no es sólo retórica. Al exponer su programa de gobierno, Rodríguez Zapatero se mostró favorable a la regionalización del poder judicial —el único poder unitario que queda en España— desarrollando unos Consejos de Justicia de las Comunidades Autónomas que, por cierto, la Constitución no menciona, reorganizando las demarcaciones judiciales de acuerdo con los deseos de los gobiernos autonómicos y vaciando las competencias del Tribunal Supremo en favor de los Tribunales Superiores de Justicia. Hizo lo mismo con respecto a la reforma de los Estatutos de Autonomía o a las demandas de cambio en el sistema de financiación autonómica. Y puso el colofón proponiéndose regular una Conferencia de Presidentes esencialmente concebida como un órgano confederal. La rueda gira ya sin el freno que le opuso en la anterior legislatura el Partido Popular. La frustración electoral ha roto las ataduras de los pragmáticos del poder que ya se apresuran a absorber la doctrina nacionalista, revestida a veces de regionalismo, siempre dispuestos a la concesión conceptual, como si para ellos no hubiera freno moral ni principios políticos que atender más allá de las oportunidades que ofrece la coyuntura a corto plazo. Y no hay tampoco compromiso con los electores, con esos votantes que muchas veces han hecho caso omiso de su descontento personal con tales o cuales dirigentes para apoyar las ideas proclamadas en un programa electoral, entre ellas, la de una España unitaria y descentralizada capaz de tratar con igualdad a todos los ciudadanos. No me entretendré en la casuística del momento; baste observar cómo se ha tratado a María San Gil, una de esas pocas personas que son siempre confiables en la política porque su política se inspira en un impulso moral y no en una ambición de poder. La rueda gira y los problemas de los ciudadanos se acrecientan a cada una de sus vueltas. Las desigualdades y las carencias de libertad se hacen cada vez más notorias: un día son los padres que reclaman poder elegir la lengua en la que las instituciones educativas transmiten el conocimiento a sus hijos, pues son conscientes de que su probabilidad de fracaso se acrecienta cuando ese idioma no es el materno; otro son los ciudadanos que esperan pacientemente la resolución de sus pleitos para alcanzar justicia; otro, en fin, son los enfermos que ven degradarse su salud mientras las plazas hospitalarias quedan desocupadas porque no hay médicos o enfermeras que aúnen el saber científico y el dominio idiomático que se les exige. Y qué decir de los que tienen sed porque nadie es capaz de concertar los intereses nacionales frente a la pretensión local de monopolizar los recursos hídricos. La desigualdad es el fruto de la fragmentación del poder, pues a la invasión competencial de las Comunidades Autónomas no se opone un Gobierno capaz de ejercer la autoridad que la Constitución le otorga en materia de supervisión, inspección y armonización legislativa. Y a la fragmentación del poder le sigue la del mercado, de manera que, como se ha denunciado con reiteración, ya hay sectores en los que se erigen barreras que dificultan la libre circulación de personas, mercancías y capitales, dañando así la competitividad de las empresas y, con ella, la de la economía española en su conjunto. La rueda gira, parece, de manera inexorable. Da la sensación de que, como en los albores del siglo XVI observó Guicciardini, el nuestro, como «todos los Estados, … por naturaleza o por accidente llega a su fin y acaba». ¿Será entonces inútil oponerse a ello? ¿Habrá que resignarse a aceptar «la verdadera desdicha … del hombre al cual le toca vivir el tiempo de esa calamidad», como también señaló el historiador florentino? ¿O más bien queda margen todavía para una decidida acción política que evite esa catástrofe? Me inclino por esta última posibilidad, pues nunca he creído que el futuro de los seres humanos y de su colectividad haya sido escrito en el pasado. Pero también sé que el logro ese futuro depende de nuestros afanes del presente, pues como dijo una vez Thomas Paine «los que esperan cosechar las bendiciones de la libertad deben soportar las fatigas que supone defenderla». |