Tres horas veinte duró el discurso de Cristina Fernández ante el Congreso argentino, 1 de marzo, apertura del año parlamentario. Tres horas surcadas de confetis lanzados desde los palcos ocupados por la barra brava Kirchnerista, La JP Evita, La Cámpora, Kolina, Tupac Amaru, Octubres… Lluvia de colores, globos voladores (“Clarín miente”), y cánticos (“Yo soy gorila, soy soldado de Cristina”; “Néstor no se murió, que vive en el pueblo”), y ovaciones a Garzón, estrella invitada, que apareció radiante junto a Hebe de Bonafini (Madres Plaza de Mayo), la amiga de ETA.
En esa eternidad, cien salvas de aplausos, la viuda de Kirchner, que ahora enseña la cicatriz de su reciente operación de no-cáncer como un trofeo de guerra, habló de sus éxitos económicos, pisó territorios de la gran geopolítica, machacó a Macri, desafió a Inglaterra, rebatió -recorte en mano- informaciones periodísticas que le critican (“y esto va por ti, Néstor” -mirando al cielo-); censuró, amenazó, concilió, se enfureció.
Lloró. Hasta tres veces rodaron lágrimas por las mejillas de esta mujer desgarrada, perdida, desencajada, Presidenta de la República y jefa de un Gobierno cuyo consejo de ministros no se reúne desde hace meses, mujer que sólo escucha a su hijo Máximo, 34, un cruce entre Falete y el niño de la Pantoja, gestor de la gran fortuna familiar, al punto de que en pleno Congreso anunció subvenciones para Aerolíneas Argentinas (AA) porque allí se han hecho fuertes los amigos de Máximo en La Cámpora (juventudes peronistas); esta mujer instalada en el estrambote, a la que han votado el 54% de los argentinos, es hoy proa doliente de un país que vuelve do solía, de nuevo asomado al balcón del “corralito”.
Nadie sabe quién la asesora, ni qué información de calidad recibe para su toma de decisiones. Hasta el antaño poderoso Julio de Vido, ministro de Planificación, se declara fuera de juego, “porque no la veo”. Las señales de alarma sonaron en Madrid al regreso de un viaje del Príncipe Felipe a Buenos Aires (BA), 9 diciembre pasado, para asistir a la toma de posesión de Cristina, donde el heredero se topó con una Presidenta muy agresiva para con empresas y empresarios españoles, a quienes acusó de llevarse los dividendos y olvidarse de invertir en el país.
Los dardos más finos ya apuntaban a Repsol YPF. La visita posterior del nuevo secretario de Estado para Iberoamérica, el diplomático Gracia Aldaz, no pudo ir peor. Ninguneado a conciencia, tuvo que regresar a Madrid casi de vacío. Tras gestiones mil, consiguió ser invitado a cenar por el Canciller Timerman, que se comportó con él en un tono áspero rayano en el desprecio. Como a una zapatilla. Preocupación máxima en Madrid.
"No me va a convencer usted diciéndome que las empresas españolas vienen a procurar la felicidad de los argentinos"
La última semana de febrero, cuando los rumores sobre la inminente renacionalización de YPF (57,43% Repsol; 25,4% el grupo argentinoPetersen; resto Bolsa) eran más intensos que nunca, el Gobierno Rajoy envió en misión especial y urgente al ministro Soria, que llegó a BA el lunes 27 de febrero. Panorama desolador: todos se negaban a recibirle. “No me muevo de aquí sin ver a alguien del Gobierno”, amenazó.
Cuando, por fin, consiguió ser recibido por De Vido y por el titular de Economía, Hernán Lorenzino, Soria se topó con dos artistas que no esperaba en la sala de reuniones: el secretario de Energía, Daniel Cameron, y el de Política Económica, Axel Kicillof (“Joven, pintón, militante progresista y Doctor en Económicas por BA”), 39, que se presentó vestido de negro, camisa desabrochada hasta el cuarto botón y patillas a lo bandolero de Sierra Morena. Íntimo de Máximo y actual director financiero de AA, los tres argentinos buscaban con temor la mirada de aprobación de Axel cuando terminaban de hablar, señal evidente de que él era/es el único de los reunidos con línea directa con Cristina (“Ella solo recibe a su hijo y a los amigos de su hijo”).
El neomarxista Kicillof despotricó contra el capitalismo, al que acusó de chupar la sangre de los que laburan, delante de Soria. “No me va a convencer usted diciéndome que las empresas españolas vienen a procurar la felicidad de los argentinos”.
Soria tuvo suerte, porque hubiera cruzado el Atlántico en vano de no haber sido por la perentoria llamada del Rey Juan Carlos a Cristina Fernández. Tras leerse varios informes llegados de Moncloa, el Rey tiró de teléfono y llamó a la Casa Rosada el viernes 24 de febrero por la tarde, pero la señora, que estaba en Calafate, no le contestó hasta primeras horas de la tarde del sábado 25, precisamente el día en que Urdangarín, yerno del Monarca, se las veía en Palma con el juez Castro. “Fue una conversación tensa, subida de tono”.
Volvió a llamarla –y no sería la última vez- el lunes 27, para anunciarle la visita de Soria. A diferencia de la desidia, aliada de una impericia total, mostrada porZapatero en defensa de los intereses españoles en el exterior, el Gobierno Rajoy se había movilizado a tope, muy consciente del envite que se cernía sobre nuestras empresas en un momento, además, muy delicado para España, con una crisis terminal y una imagen como país serio en su punto más bajo en mucho tiempo. Aquel “era un asunto de Estado”.
El miedo a un nuevo “corralito”
Nada sería entendible sin los fantasmas que de nuevo se ciernen sobre la economía argentina, asediada por una inflación que supera el 23% y un déficit de divisas que, subvenciones a mogollón para todo quisque, es consecuencia del alto coste de los subsidios energéticos, lo que se ha traducido en un aumento desbocado del consumo interno (es el país con más piscinas climatizadas al aire libre del mundo y con la gasolina más barata).
Por primera vez en 24 años, un país tradicional exportador de petróleo y gas registró en 2011 un déficit energético de 3.500 millones de dólares y la factura para 2012 podría superar los 12.000. El miedo a desabastecimientos en el invierno que se avecina es lugar común de conversación. La estrategia de Cristina, diseñada por su “cerebro”, el secretario de Estado de Comercio, Guillermo Moreno, persigue reducir ese déficit de divisas que se atribuye a tres factores: la salida de las regalías petroleras; la fuga de capitales (21.000 millones solo en 2011), más el acaparamiento de dólares por parte de la población –miedo a un nuevo “corralito”-, y los vencimientos de la deuda externa (13.000 millones en 2012).
La Administración obliga a las empresas a machear la salida de divisas con ingresos equivalentes a través de la exportación de productos argentinos, y ha cerrado a cal y canto la importación de otras materias primas, lo que provoca desabastecimiento en las fábricas. Para rematar la faena, el Ejecutivo ha congelado las tarifas de los servicios públicos. Bello panorama, pues, para Gas Natural, Telefónica, Endesa, Repsol, Prisa, AUSOL y demás familia: ni pueden repatriar beneficios, ni subir tarifas. Si a la situación económica y a la intrínseca debilidad de un Gobierno presidido por una mujer atrabiliaria, se le añade el hecho de que YPF -la mayor empresa argentina, la que más paga al fisco y la que más invierte- es propiedad de “gallegos”, tendremos dibujado el cuadro de la tormenta perfecta.
A pesar de las llamadas del Rey, a pesar del viaje relámpago del ministro Soria, a pesar de las intensas jornadas bonaerenses de Antonio Brufau intentando apagar el incendio, la comparecencia de Cristina Fernández en el Congreso el pasado 1 de marzo se vivió en Repsol con una tensión inusitada. El miedo estaba justificado: Cristina podía muy bien anunciar en sesión tan solemne la nacionalización de YPF. Al final, la Señora se contuvo, pero la sensación generalizada es que España apenas ha conseguido un tiempo muerto en Argentina.
Los “camporitos” son los amos
Tan cerca como el jueves 8 de marzo, el Consejo de YPF se reunió en su sede de BA para formular las cuentas del ejercicio 2011 (beneficio neto de 5.296 millones dólares). Lo llamativo del caso es que el órgano de Gobierno fue “tomado al asalto” no solo por Roberto Baratta, representante del Estado –0,02% del capital y golden share- en YPF, sino por el ya citado Cameron y el todopoderoso Kicillof, que asistió a la sesión mascando chicle. ¡Una empresa supuestamente privada, tomada por funcionarios del Gobierno! Baratta “solicitó” que se propusiera a la Junta de Accionistas que con los dividendos de 2010 -aún no distribuidos- y los de 2011 se constituya una “reserva voluntaria” para invertir en exploración y explotación de hidrocarburos. El Gobierno reclama, además, a YPF que aumente la producción de crudo, que el año pasado cayó un 5,9% (3,4% la de gas), mientras que la demanda de energía creció un 5,1%. Ocurre, sin embargo, que los yacimientos de YPF están “maduros”, y los nuevos y sensacionales descubrimientos de petróleo y gas no convencional de Vaca Muerta (Neuquen) necesitan tiempo e inversiones millonarias para entrar en producción. “Anunciar esos nuevos hallazgos y empezar los problemas, ha sido todo uno”.
El margen de maniobra de Repsol parece, pues, muy limitado. La estrategia de Máximo Kirchner y sus amigos es clara: hacer que Repsol YPF pague el coste del déficit energético (importando gas a precios de mercado, muy superiores a los subvencionados del interior), o hundir la cotización de la compañía para poder nacionalizarla por dos duros. Meter en el Consejo a representantes del Gobierno, con el correspondiente derecho de veto sobre las decisiones estratégicas, parece inevitable. Pero si eso no es una nacionalización, se le parece mucho.
La carrera hacia la gloria de Axel Kicillof, el economista estrella de La Cámpora, apenas acaba de empezar. El Gobierno de la Señora tiene ya a sus “camporitos” instalados en las grandes empresas (públicas y privadas) y en los sectores más importantes del país, listos para enriquecerse cumpliendo a rajatabla sus órdenes. Al fin y al cabo, la propia Cristina lo ha dejado claro: “en Argentina la lealtad se paga mejor que la destreza”. Una cuestión de coherencia.