Nicolas Sarkozy abrió la caja de los truenos contra lo que llama 'capitalismo especulativo' en su discurso del 29 de abril pasado, pronunciado en Bercy. Criticando con dureza el sistema de valores que, como herencia de Mayo del 68, ha hecho de la francesa una sociedad reacia a la cultura del esfuerzo y el mérito, Sarko afirmó que "han sido precisamente los valores de Mayo del 68 los que han promovido la deriva del capitalismo financiero, el culto del dinero-rey, del beneficio a corto plazo, de la especulación.
El cuestionamiento de todas las referencias éticas y de todos los valores morales ha contribuido a debilitar la moral del capitalismo, ha preparado el terreno para el capitalismo sin escrúpulos y sin ética, para esas indemnizaciones millonarias de los grandes directivos, esos retiros blindados, esos abusos de ciertos empresarios, el triunfo del depredador sobre el emprendedor, del especulador sobre el trabajador".
Un cuadro tan aterrador como realista, del que aquí tenemos exceso de copias. Visto desde el sur de los Pirineos, la proclama del nuevo presidente galo podía haberse quedado en simple verborrea electoral que se archiva en cuanto se guardan las urnas.
Pues no. Parece que no.
Todo hace pensar que el locuaz Sarko está dispuesto a poner manos a la obra y legislar al respecto, poniendo orden en los contratos blindados de esos grandes ejecutivos que, incluso cuando arruinan a sus empresas, se van a casa con indemnizaciones millonarias de imposible justificación.
De acuerdo con la 'teoría del mérito' que Sarkozy quiere volver a poner en circulación en la vida pública francesa, sólo donde haya resultados podrá haber premio, prima, bonus. "Se trata de poner fin a prácticas que son percibidas como enriquecimiento injustificado, en casos en los que incluso las empresas están teniendo pérdidas", ha asegurado el nuevo ministro de Economía, Jean-Louis Borloo, que ha recibido el encargo de legislar al respecto, de modo que las empresas se obliguen "a subordinar el pago de remuneraciones diferidas a ciertas condiciones relacionadas con los resultados conseguidos, fijados previamente y valorados por el consejo de administración en el momento del pago".
En cuanto a las famosas 'opciones sobre acciones' –las últimas aprobadas por estos pagos, ayer mismo, las de Abertis-, en teoría destinadas a incentivar a los ejecutivos, pero convertidas a menudo en simple mecanismo de enriquecimiento a costa de los fondos societarios, el Ejecutivo galo prevé prohibir la posibilidad de concederles exenciones fiscales, haciendo obligatoria, además, la consulta al comité de empresa.
En La batalla por el alma del capitalismo, de reciente aparición en España (Editorial Marcial Pons), John Bogle atribuye buena parte de los excesos del capitalismo moderno al imparable poder adquirido en la cabecera de las empresas por la casta de los gestores, quienes, en contra de los propietarios, utilizan su posición como vía de enriquecimiento personal, de espaldas al deber de administrarlas en beneficio de sus accionistas, es decir, de la propiedad del capital.
Evidentemente se trata de un tema sobre el que es fácil hacer demagogia. El capitalista invierte su dinero donde cree que va a obtener mayores beneficios, en un proceso que podríamos definir como "especulativo" en el sentido más noble del término. Premiar las iniciativas exitosas es la idea básica del capitalismo, como bien definió Schumpeter. El potencial inversor espera conseguir ganancias si acierta con su inversión, y se arriesga a perder su dinero si fracasa. Y en este proceso no cabe el patriotismo ni los sentimientos.
En el capitalismo uno comete un delito cuando incumple un contrato o viola una ley, no cuando especula.
Pero la idea básica del capitalismo moderno es que el ejercicio de ese libre albedrío que implica apostar y aceptar el riesgo está sometido a estrictas reglas, en forma de una adecuada legislación y unos organismos reguladores que vigilan su cumplimiento y castigan al infractor. Y es esto, algo tan elemental como esto, lo que lamentablemente viene fallando en España, y cada día que pasa con mayor descaro incluso, conforme se consolida la pérdida de independencia y prestigio, si alguno tuvieron algún día, de los organismos de regulación.
En un país como el nuestro, donde la práctica totalidad de las empresas del Ibex cuentan en sus estatutos con blindajes destinados a salvar el culo de sus máximos directivos, cuando esos directivos se asignan parachutes millonarios en caso de jubilación o despido, cuando esos mismos directivos llevan la cotización de sus empresas hasta el infinito moviendo cuatro acciones, cuando no hay operación de importancia que no haga rica a media parentela a base de información confidencial, cuando todo eso ocurre, y ocurre en España, hablar de salvar el alma del capitalismo, cosa que preocupa a tanto estudioso yanqui, o de regenerar el capitalismo, de que habla Sarkozy, suena a música celestial.
El problema del capitalismo español es bastante más sencillo o, si lo prefieren, más primario: se trata de democratizar nuestro capitalismo, de meterlo en vereda, como parte esencial de la democratización que está reclamando a gritos el propio Sistema.