José Luis González Quirós* - 28/12/2007
Una información reciente de este periódico ponía en boca de Françesc Homs, una de las lumbreras que acompañan a Artur Mas camino del "reino de nunca jamás", el siguiente aserto: "El precio para garantizar un Gobierno de España estable será más alto que hace cuatro años y mucho más que hace ocho. España pagará cada año un precio más caro por las actitudes de PP y PSOE" . Aparte de que se trata de un mensaje escasamente navideño, el asunto me trajo a la cabeza una pregunta que creo tiene interés general: ¿resulta rentable el sistema político? Los nacionalistas nos aprietan porque persiguen el noble ideal de que el resto de los españoles, sin duda más torpes que ellos, paguen por su mero existir, lo que supone, por cierto, que, pese a todo, todavía les queda mucho recorrido. Descontado este capítulo tan genuinamente hispánico, la cuestión se podría plantear de modo un poco más general.
Si se examina la historia económica de los últimos años, se ve con claridad que, durante la transición, que coincidió con una época de crisis muy general, los Gobiernos se dedicaron a temas netamente políticos y se olvidaron casi completamente de la economía, lo que hizo que España experimentara un parón económico del que tardamos en recuperarnos. El conjunto de la historia democrática se suele considerar, sin embargo, como un período de prosperidad y no seré yo quien lo discuta. Ahora bien, una vez que vivimos en una democracia razonablemente asentada, sería necesario valorar la rentabilidad de lo que los españoles invertimos en política, el coste de las administraciones públicas en relación con la calidad de los servicios que prestan.
El presidente del Gobierno anda estos días presumiendo de eficacia a lomos de unos trenes rápidos, trenes que su Gobierno, por cierto, más bien ha detenido que acelerado, hasta el punto de que, al apearse de uno de ellos, ha experimentado un ataque de realismo que le ha llevado a declarar que los hechos son la mejor forma de patriotismo. Es difícil no estar de acuerdo con un pensamiento tan redondo, que recuerda la sabiduría oriental de González cuando subordinaba el color del gato a su eficacia a la hora de capturar ratones.
Ahora bien ¿cuáles son los hechos? Cualquier observador de la vida española notará el contraste entre la mediocridad de muchos empeños públicos (por ejemplo, la educación) y la calidad de muchas de las cosas que hacemos los españoles por nuestra cuenta. Tenemos, por ejemplo, las mejores escuelas de negocios del mundo (incluyendo a las americanas), mientras que la mejor universidad española no aparece sino en la cola de las 200 primeras. El contraste es llamativo porque se hace entre actividades semejantes. La educación universitaria regida por sucesivas leyes (tres en la democracia), es mala, mientras que las escuelas privadas se han aupado, en esas mismas fechas, a la cumbre de su negocio.
Nuestros bancos y empresas constructoras están en la cabecera mundial de sus respectivos sectores, mientras que en mercados regulados, como la electricidad y las telecomunicaciones, pagamos las tarifas más altas de la UE y estamos cada vez más lejos de los países que lideran el desarrollo de Internet. Nuestro cine no es precisamente algo de lo que podamos estar orgullosos, porque ni se vende fuera (a pesar de que España interesa), ni gusta a nuestros compatriotas, pero el Gobierno ha acudido raudamente en auxilio de esta clase de artistas y les ha subido el canon digital para que no tengan problemas con la cartera, lo que resulta muy incómodo cuando se es progresista.
Hay que cerrar los ojos para no ver que la carestía de la vivienda deriva inequívocamente del intervencionismo sobre el suelo , un manantial inagotable de corruptelas de todo tipo, de negocios a cual más oscuro y de financiaciones variopintas. Que haya escasez de suelo en un país en el que, si algo sobra, es terreno baldío, es de psiquiatra, porque ya se sabe que el Código Penal no se ha hecho para tipos tan finos.
Eppur si muove!, se podría decir, porque el país, a pesar de todo, sale adelante, lo que debería inducirnos a pensar hasta dónde podríamos llegar si no tuviésemos que pagar tantas alcabalas y alimentar a tanto personal de oficio incierto. Mucha gente parece conformarse con que los políticos ganen sueldos poco atractivos -tan profundo es el análisis que hacen de lo que pasa a su alrededor-, cuando la situación denunciada debería hacer crecer un sentimiento de exigencia en la eficacia que, siendo optimistas, ha empezado a enseñar la patita con el general aprecio que la gente del común siente por la ministra de Fomento. Necesitamos políticos y funcionarios que sepan estar al servicio del público, que dejen de ser autocráticos.
Muchos ciudadanos, gobernados por partidos nacionalistas, se siguen quejando de "Madrid" y del resto de los españoles, cuando lo que deberían hacer es mirarse con mayor perspicacia en el espejo. En neo-naciones y pre-naciones varias, los políticos se multiplican: más normas, más prohibiciones, más intervención, cada vez más control y menos libertad: el sueño de la identidad trasmutado en pesadilla burocrática.
*José Luis González Quirós es escritor y analista político.