La historia que Pedro J. Ramírez desliza sobre su salida de El Mundo resulta aterradora. Demasiado aterradora como para tomarla en serio. A saber, el Gobierno –y quién sabe si también Casa Real– habrían conspirado con el poder empresarial –los Alierta o los Botín– para estrangular económicamente al periódico y liquidarle ante lo incómodo de sus informaciones, especialmente sobre Bárcenas y Urdangarin. Una tesis imposible en tanto demoledora para un Estado democrático en el que los medios de comunicación son independientes, libres y un pilar de la sociedad. Pedro J., despechado y especialista en los fuegos de artificio, vive en un mundo de fantasía, un mundo paralelo e irreal, un mundo de ciencia-ficción. Ustedes saben.
El rechazo intelectual es, además, necesario. Y es que la conspiración que denuncia el exdirector de El Mundo alienta reflexiones más ambiciosas, sólo aptas para guionistas de cine aficionados ávidos de dirigir una precuela. ¿O acaso no sería todavía más devastador que su salida formara parte de un plan diseñado hace años, en el arranque de la crisis, cuando la debacle económica de los grupos de medios –hundidos en su afán de construir imperios con radios y televisiones– otorgó a grandes bancos y telecos la oportunidad de controlarlos? ¿Y si no la hubieran desaprovechado? De un lado, un grupo de izquierdas arruinado y necesitado de cariño en forma de euros: Prisa, nuevo adalid del statu quo. De otro, un gran grupo de derechas salido de la fusión de Vocento y Unidad Editorial, con Planeta de guardaespaldas. Un plan made in heaven para consolidar el sistema.
Los hechos permitirían hacer verosímil la hipótesis para un decente film noir, aunque en la vida real muchos indicios no forjan una prueba de cargo. Arrancaba 2011 y los grandes del Ibex se unían en el llamado Consejo Empresarial para la Competitividad, un think tankrespaldado por Moncloa que ha hecho causa común con el Gobierno para reforzar la Marca España y salir de la crisis. Toda una vuelta de tuerca al contubernio público-privado que asuela España. Meses después, Santander, La Caixa y Telefónica accedían a entrar en el capital de Prisa. En paralelo, la fusión Vocento-Unidad Editorial se negocia al más alto nivel, con intervención de un ilustre ex-Santander (Rodrigo Echenique, presidente de Vocento) y un conspicuo miembro del establishment (Borja Prado, presidente de Endesa y Mediobanca, accionista de Unidad Editorial). Toda una maraña de liaisons dangereuses.
Pedro J. Ramírez, en su despacho. (Enrique Villarino)
Dicho esto, es evidente que que ese diseño maquiavélico, hipotéticamente apuntalado por políticos, diplomáticos y grandes corporaciones, sólo alcanza para una película negra de serie B, de aquellas con Sterling Hayden. No puede haber sustrato de realidad por muchas razones. Y la más importante es que un trabajo de esta altura no deja tantos pelos en la gatera. Es decir, faltan cloacas ilustradas, la fontanería de primera imprescindible en estos casos. Sin ir más lejos y aceptando el juego de palabras, ¿qué organización mafiosa que se precie deja al más peligroso de los asesinos a sueldo enfrente y con ganas de venganza? La salida de Pedro J. –inevitable para cuaquier proceso de integración, ya que nadie quiere nunca en casa a personalidad tan abrumadora– no puede haberse hecho con menos habilidad. Es propia de aficionados.
Luz, taquígrafos y chapuzas
Pero, sobre todo, la clave de una operación de tanto calado pasaría por un tránsito al nuevo modelo cauto y medido, pactado. Y está sucediendo todo lo contrario, con titulares de prensa –la poca que puede, eso sí– y programas de televisión –laSexta a la cabeza– que glosan sin recato el nuevo estado de cosas y el control de los medios que viene, que ya está aquí. El propio Pedro J. no lo evita en sus apariciones televisivas y, guste o no, aún tiene sus adhesiones. Como publicaba El Confidencial, el propio director de El País, Antonio Caño, admite públicamente y sin ambages que se vivía más tranquilo sin los bancos en el accionariado. ¡Naturaca! Luz y taquígrafos, lo último que necesita un complot. Una chapuza de altura.
Antonio Caño. (Efe)Por eso, algo tan inconcebible como lo descrito anteriormente no puede ser verdad. Bajo ninguna circunstancia. No lo es. Tan sólo podría explicarse desde algo tan inasible como la naturaleza humana. Tal vez los grandes empresarios, con inusitado hilo directo con el poder político, se habrían embriagado de ese halo, habrían dejado de escuchar a sus conciencias y optado por lo más fácil en tiempos duros para las cuentas de resultados. ¿Y por qué no han atado todos los cabos? Puede ser que las personas adecuadas no estén a mano. O incluso puede que se haya producido un exceso de euforia tras la salida de Ramírez y se subestime tanto la capacidad del periodista riojano para ser un estorbo como, sobre todo, el sentimiento de una ciudadanía que ha dicho basta a según qué excesos, véase Podemos.
Afortunadamente, no hay que ir tan lejos. Sólo se trata de un pasatiempo, de una lluvia de ideas en torno a una confabulación que no se ha producido. La España en la que el extesorero del PP está en la cárcel, la que ve atónita cómo el expresidente de la Generalitat admite un fraude masivo a Hacienda, la que ve hacer el paseíllo a una infanta por los manejos de su esposo, ha sido respetuosa con los medios de comunicación. Esos Alierta o Botín, Rajoy o Juan Carlos I, a los que alude Pedro J. Ramírez, están libres de toda mácula. Conocen bien la cita: "Los medios de comunicación son depositarios de valores ciudadanos esenciales y su papel es decisivo en el proceso de formación de una opinión pública exigente y responsable". Es de Rajoy. Esencia del cine negro, John Huston puso en imágenes La jungla de asfalto, la maravillosa novela de W.R. Burnett. En sus últimos pasajes, un vencido Hayden se arrastra para tener una última imagen, más onírica que real, de los caballos que adoraba en su infancia en su Kentucky natal. Bendita huida hacia la ingenuidad cuando el mundo se hace insoportable.