Estábamos a comienzos del año 2002, con la economía como un tiro y perspectivas de que el PP estuviera en el Gobierno por lo menos dos décadas. Tomada la decisión, los equipos técnicos de los ministerios de Sanidad y Educación comenzaron las reuniones con sus pares autonómicos para diseñar el traspaso de poderes sanitarios y educativos.
En el primer caso, menos complejo que el segundo, se valoraron los gastos que costaba la sanidad pública en cada comunidad autónoma. Como las arcas estatales estaban llenas a rebosar, se incrementó el total con un porcentaje generoso, y tras el acuerdo de las autonomías se traspasaron las competencias completas en la materia a las diez que aún no las ejercían.
El efecto inmediato fue una fuerte subida de los gastos de personal, porque la administración estatal española siempre ha sido muy rigurosa en la manejo del dinero y el Insalud no era precisamente la excepción. Los empleados estatales (administrativos, celadores, auxiliares, enfermeras y facultativos) que a partir de ese momento engrosarían las plantillas autonómicas experimentaron fuertes subidas salariales, porque sus pares autonómicos, además de estar ociosos porque no tenían competencias que ejercer, cobraban bastante más que los empleos equivalentes en la escala sanitaria del Estado, y lo obligado era homologar los sueldos con las franjas más elevadas.
Pero es que, además, a finales de mayo de 2003 estaban convocadas las elecciones autonómicas, con lo que las transferencias sanitarias se asumieron a poco más de un año de la cita electoral.
De forma natural, los políticos autonómicos centraron su campaña en los extraordinarios beneficios derivados de que la sanidad quedara en sus manos, y para que la ciudadanía comenzara a apreciar las ventajas del invento se lanzaron a una carrera alocada de promesas relacionadas con la construcción de consultorios, ambulatorios y hospitales, fueran más o menos necesarios, cuestión que a nadie se le pasó entonces por la cabeza.
En poco tiempo no hubo pedanía que no contara con un consultorio de nueva planta, con su correspondiente dotación de personal haciendo turnos y cobrando las horas extraordinarias y las guardias correspondientes. A ese descontrol en la inversión se sumó la incuria de la clase autonómica a la hora de gestionar contratos y suministros, sin contar con las comisiones habituales en este tipo de transacciones, que el Parlamento catalán cifró en el 3%, estimación sin duda muy conservadora, como después se comprobó.
El resultado de todo el proceso, una vez quedó consolidado el nuevo mapa sanitario, es que la casta autonómica se pulió la financiación estatal –con la derrama añadida que un generoso Aznar añadió en nuestro nombre–, así como los sucesivos incrementos de la financiación autonómica por este concepto. Actualmente no hay uno sólo de los 17 sistemas sanitarios que no arrastre una deuda más que significativa, facturas de varios años sin pagar aparte.
¿En educación? Pues igual, para qué vamos a distinguir. Con las transferencias a las autonomías, embrutecer a los españoles del mañana nos sale también mucho más caro que cuando la promoción de la burricie se organizaba únicamente desde un despacho de Madrid a las órdenes de Solana, Maravall, Rubalcaba y Marchesi, Logse mediante.
Y lo mejor de todo es que el proceso no parece tener marcha atrás. Estamos condenados a pagar mucho más por dos servicios que la descentralización política –la administrativa ya existía en todas las provincias– ha convertido en insostenibles para nuestra pobre economía. Tan grave es la situación, que hasta Aznar ha reconocido esta semana que el problema de España no es otro que el diseño del Estado autonómico. Pena que no hubiera caído en ese detalle diez años atrás. Allí, en La Moncloa, con sus perritos Zico y Grifade testigos, que sin duda habrían emitido un alegre ladrido en son de conformidad.