Ha quedado demostrado con José Luís Rodríguez Zapatero que, para desgracia de la joven democracia constitucional española, es verdad que un ciudadano cualquiera puede ser Presidente del Gobierno.
Pero también que, para el ejercicio de tal responsabilidad, no bastan altas dosis debaraka o un par de tardes de lecciones de economía. Que el cargo exige visión de estado y no de partido, proyección a futuro y no mirar al pasado, deseo de aglutinar y no de dividir, capacidad de trabajo contra apetencia, comprensión global y no local, seriedad internacional antes que guiños al populismo, negociación y no cesión, planificación y no ocurrencias, ejecución y no sistemática dilación, determinación y no tibieza, excelencia versus mediocridad, Progreso como avance y mejora frente a progreso como destrucción de la herencia social española.
Le ha costado siete años y medio al agónico líder socialista descubrir los postulados antes mencionados y, cuando ha intentado restaurar su maltrecho nombre para la historia, poniéndose el traje de estadista, se ha encontrado con que ya no era el sastre de su futuro: la chaqueta le quedaba grande -de donde no había, cómo se iba a poder sacar ahora-, mientras que el resto de su vestimenta le apretaba hasta asfixiarle gentileza del encorsetamiento al que le sometían los que hasta ayer mismo eran colaboradores en su propio partido, con R de Alfredo.
Despreciado fuera, ninguneado dentro, ha visto como los mercados -ese enemigo en abstracto que tanto ha usado en su defensa pero que nunca se ha detenido a comprender- le han hecho el último roto, jirones de prima de riesgo para los que no nunca bastaron remiendos de reformas inconclusas.
Ha sido la tragedia de ZP al que su política de impulsos le convierte, desgraciadamente para él, en único responsable de su triste destino: su incapacidad de entender esa convención internacional que ha convertido a la economía financiera en dueña del destino de naciones enteras, capaz como es de convertir ejercicios de transparencia en germen de manipulación, le ha costado el puesto.
Basta con dar excusas para que inversores o especuladores -insisto, la diferencia es más de plazo que de intención- te pongan en el punto de mira a través de toda suerte de instrumentos al uso. Y el inquilino de Moncloa, con la inestimable ayuda del Banco de España y de gobernantes regionales y locales de todo signo, no se ha dejado una en el cajón.
Negarse a coger el toro por los cuernos de las necesidades verdaderas de España y gobernar guiado más por el tacticismo electoral que por la conveniencia nacional le han llevado de cabeza al cadalso.
La ignorancia es osada, sus frutos letales, quod erat demonstrandum.
No hay mal que por bien no venga. Zapatero ha colocado al país en una situación límite. No hay que olvidar que lo que se cuestiona ahí fuera es la sostenibilidad de las finanzas públicas y, por ende, la capacidad para hacer frente a lo adeudado, algo que depende no tanto del volumen de deuda, como falazmente se afirma hasta la saciedad, cuanto de la generación de recursos para el pago. Un problema que afecta el estado pero también a banca, empresas y particulares.
Se trata de la puntilla de un proceso de degeneración que se ha extendido a todos los poderes del estado, a las convicciones más sólidas de las que disfrutábamos como nación y a buena parte de los valores de los que se sacrificaron por hacer de la nuestra una transición modélica. Una crisis moral, dicen.
Precisamente ese estar contra las cuerdas puede convertir el crítico momento actual en una oportunidad para corregir buena parte de esos errores de juventud que llevamos años arrastrando y que la actual coyuntura ha puesto de manifiesto con toda su crudeza, reformas estructurales perentorias no estrictamente económicas.
Un ejercicio imprescindible que requerirá de valentía, decisión, perseverancia y visión de futuro, algo que no abunda precisamente entre los representantes de ambos lados de la bancada parlamentaria, culpables por acción los unos y por omisión los otros, con años de gobierno todos. Sin embargo, ante la imposibilidad de cambiar el sistema de la noche a la mañana, no queda otra sino confiar, como en las segundas nupcias, en el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.
Con todo el respeto que me merece su figura institucional, José Luís Rodríguez Zapatero puede quedar en los anales como ese "tonto útil" que abrió, con su ignorancia, incompetencia e inconsciencia, la Caja de Pandora de los males que afectaban a España. Y que permitió, tras situarnos cerca del desastre, que se abordaran con urgencia en su globalidad.
Pena que para este viaje se hayan llenado de tanta penuria estas alforjas.
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